El Dios Gobernador o Providencia es y debe ser infinitamente bueno, infinitamente misericordioso. La existencia del infierno prueba que no lo es.
Seguid bien mi razonamiento: Dios podía --puesto que es libre-- no crearnos; él nos ha creado.
Dios podía --puesto que es todopoderoso-- crearnos a todos buenos; ha creado a buenos y a malos.
Dios podía --puesto que es bueno-- admitirnos a todos en su paraíso, después de nuestra muerte, contentándose con el tiempo de pruebas y tribulaciones que pasamos sobre la tierra.
Dios podía, en fin --puesto que es justo-- no admitir en su paraíso más que a los buenos y negar su acceso a los perversos, pero aniquilar a estos a su muerte, en lugar de destinarlos al infierno.
Pues quien puede crear puede destruir; quien tiene el poder de dar la vida tiene el de aniquilar.
Veamos; vosotros no sois dioses. Vosotros no sois infinitamente buenos, infinitamente misericordiosos. Tengo, sin embargo, la certidumbre, sin que os atribuya cualidades que quizá no poseéis que, si estaba en vuestro poder, sin que ello os costase un esfuerzo penoso, sin que de ello resultase para vosotros ni perjuicio material, ni perjuicio moral, si, digo, estaba en vuestro poder, en las condiciones que acabo de indicar, de evitar a uno de vuestros hermanos en humanidad, una lágrima, un dolor, una prueba, tengo la certidumbre de que lo haríais. Y, sin embargo, vosotros no sois infinitamente buenos, ni infinitamente misericordiosos.
¿Seríais vosotros mejores y más misericordiosos que el Dios de los Cristianos?
Pues, en fin, el infierno existe. La Iglesia nos lo enseña; es la horrenda visión con ayuda de la cual se espanta a los niños, a los viejos y a los espíritus temerosos; es el espectro que instalan a la cabecera de los agonizantes, a la hora en que la proximidad de la muerte les quita toda energía, toda lucidez.
Pues bien: El Dios de los cristianos, Dios que dicen de piedad, de perdón, de indulgencia, de bondad, de misericordia, precipita a una parte de sus hijos --para siempre-- en esa mansión poblada por las torturas más crueles, por los más indecibles suplicios.
¡Cuán bueno es! ¡Cuán misericordioso!
¿Conocéis esta frase de las Escrituras: "Habrá muchos llamados, pero muy pocos elegidos"?. Esta frase significa, si no me engaño, que será ínfimo el número de los elegidos y considerable el número de los malditos. Esta afirmación es de una crueldad monstruosa que se ha intentado darle otro sentido.
Poco importa: el infierno existe y es evidente que habrá condenados --pocos o muchos-- que en él sufrirán los más dolorosos tormentos.
Preguntémonos para qué y para quién pueden ser provechosos los tormentos de los malditos.
¿Para los elegidos? ¡Evidentemente no! Por definición, los elegidos serán los justos, los virtuosos, los fraternales, los compasivos, y no podemos suponer que su felicidad, ya inexpresable, fuese acrecentada por el espectáculo de sus hermanos torturados.
¿Sería provechoso para los mismos condenados? Tampoco, puesto que la Iglesia afirma que el suplicio de esos desgraciados no terminará jamás y que, en los millares y millares de siglos, sus tormentos serán intolerables como el primer día.
¿Entonces?...
Entonces, fuera de los elegidos y de los condenados, no hay más que Dios; no puede haber más que él.
¿Es para Dios, pues, para quien pueden ser provechosos los sufrimientos de los condenados? ¿Es, pues, él, este padre infinitamente bueno, infinitamente misericordioso, quien se complace sádicamente con los dolores a los que el voluntariamente condena a sus hijos?
¡Ah! Si es así, este Dios me parece el verdugo más feroz, el inquisidor más implacable que se pueda imaginar.
El infierno prueba que Dios no es ni bueno, ni misericordioso. La existencia de un Dios de bondad es incomprensible con la del Infierno.
O bien no hay Infierno, o bien Dios no es infinitamente bueno.
tu fe es un chiste, ¿respeto?.
LA FE
Normalmente, no importa cuántos argumentos se le presente a un creyente, él siempre regresará a una de estas dos cosas:
"Dios trabaja de las maneras misteriosas" desechando asi eficazmente (en su mente) cualquier evidencia científica que se le haya presentado.
Lo que se conoce como "el escudo de fe invisible": el creyente simplemente proclama "yo tengo la fe" y su mente sencillamente se cierra, no aceptando ningún otro argumento que puede hacerse. Para una persona racional, la idea de creer en algo sin tener evidencias es una noción ridícula,



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